El caso de la librería más bonita del mundo

Cuando llegamos, Oporto estaba adormecida bajo la niebla. La lluvia escurría a chorretones por los azulejos descascarillados. Agua que pedían a gritos los millones de árboles y prados abrasados que vimos al llegar a Portugal por carretera. Desoladora y decadente. Flotaban las gotas en torno a las farolas naranjas y los vecinos de Porto se resguardaban en sus casas. Había pocos paseando por las calles; tampoco demasiados turistas, como nosotros. La recepcionista de la casa de huéspedes nos había advertido que, en algunos monumentos y restaurantes, era mejor realizar una reserva, porque Oporto era una ciudad con mucha gente. Y bien, ¿dónde estaba todo el mundo? Por lo visto, metidos en la livraria Lello e Irmão.

Fachada (fotografía de Raquel Moraleja)

Había leído en un par de guías que era mejor visitar la librería a última hora de la tarde o a primera hora de la mañana, que es cuando menos afluencia de visitantes tiene. Lo primero que le choca al turista bibliófilo, ese que recorre las calles de una ciudad extranjera buscando el rastro de los libros viejos y de los nuevos, es que una librería, ya de por sí, tenga mucha gente deseosa de entrar en ella. Pero en el caso de la Lello e Irmão, ya íbamos prevenidos. Todas las guías la señalan como una atracción turística destacada, así como muchas webs de turismo como Oportoando o Oporto.net. Y es que, según dicen -o al menos Enrique Vila-Matas lo dijo-, ésta es la librería más bonita del mundo, puesto honorífico que año tras año le arrebata a otras famosas librerías como Shakespeare & Company en París o el Ateneo Grand Splendid de Buenos Aires. Todos los visitantes que echamos en falta en los castillos e iglesias, y en las tiendas y los restaurantes, estaban metidos en la Lello e Irmão mirando hacia el techo y sacando fotos -nosotros también, para qué vamos a mentir- como locos a las famosísimas escaleras de madera y peldaños rojos.

Esta librería no sólo se ha convertido en una atracción turística mundial por ser preciosa, que lo es. Su fachada pintada, entre el neogótico y el art decó, con forma de castillo, data de principios de siglo. Sus estanterías de madera llegan del suelo hasta el techo. La poderosa escalera adornada se enreda y sube hasta una segunda planta desde la que se puede admirar de cerca la colorida vidriera que recubre el techo: decus in labore, se lee. Lo que ha atraído a tamaña masa de visitantes es su relación con los libros de Harry Potter. Aunque, al contrario de los que muchos creen, la librería no aparece como escenario en ninguna de las películas, cuentan que fue una inspiración para la librería del callejón Diagon que creó J. K. Rowling, la cual vivió una temporada en la ciudad portuguesa mientras creaba la mejor saga juvenil de todos los tiempos. La presencia del mago es absoluta en la librería: figuras, cuadernos, bolígrafos y decenas de ediciones en todos los idiomas.

Vista interior (fotografía de Raquel Moraleja)

La livraria Lello e Irmão se ha ganado algo de polémica en los últimos años por un hecho insólito en el mundo librero: cobran entrada. Esto ha inclinado la balanza mucho más a favor de la atracción turística que del lado de la librería. Los dueños se justifican: el cobro de la entrada -regulada por un amable señor de seguridad que vigila la puerta doble- es la manera de controlar el tráfico de visitantes, y así garantizar el buen estado de la tienda. Claro que, si sabes que los turistas van a ir a verla de todos modos, ¿por qué no ingresar un puñado de euros -4, en concreto; empezó hace unos años a 2 euros- ya que entran? Eso sí: si compras un libro, te descuentan el precio de la entrada.

Fue fundada en 1869 por Ernesto Chardron, bajo el nombre de Librería Chardon, y estuvo localizada primero en Rúa dos Clérigos, número 296-298. Cuando Chardon falleció en 1906, la librería pasó a manos de los hermanos Lello. La ya bautizada livraria Lello e Irmão se trasladó al recién inaugurado edificio, obra del ingeniero Xavier Esteves. El 13 de enero de 1906, la librería abrió por primera vez sus puertas. Jamás cobraron entrada hasta el año 2015.

Dudo que ningún portuense acuda a la livraria Lello e Irmão a comprar sus lecturas. Tendría que hacer cola y pagar por adelantado cada vez que quisiera echar un ojo a una novedad. Además, no las hay. Tan sólo encontramos cientos de libros -fantásticos- de la saga de Harry Potter, y una estantería dedicada a cada idioma de los visitantes habituales -español, francés, inglés, italiano, chino...-; en cada una de ellas, algunos clásicos de la propia lengua, y Pessoa y Saramago de todas las formas y colores posibles. Alrededor, marcapáginas y tazas. Después de la visita -a pesar de todo, y aunque me duela darle la razón a las guías turísticas, es imprescindible visitarla-, al visitante bibliófilo le queda una sensación extraña: no sabe si le alegra que una librería atraiga a tantos visitantes; o no sabe si le cabrea que casi ninguno salga con un libro bajo el brazo. Y la pregunta que tantas veces nos hacemos es: cuando lo literario pasa a ser comercial, ¿obligatoriamente deja de ser literario?


Lectura recomendada: Librerías, de Jorge Carrión (Anagrama, Finalista del 41º Premio Anagrama de Ensayo). 

Planta superior (fotografía de Raquel Moraleja)

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